En el Centro Internacional de Bogotá un matrimonio colombo-mexicano, fundó el restaurante Frida, que es una historia de amor y de gastronomía.


 


 


Le propuso matrimonio a los tres días de conocerla. No duró más tiempo el noviazgo de Ernesto y Elisa. La trató en Bogotá, le preguntó si ella se casaría con él. Tres meses, después viajó desde la capital colombiana a Guadalajara, para traerla consigo. "Fué un viaje muy nervioso y lleno de dudas y, al tiempo, dispuesto a la aventura y al amor, sin embargo conocer a la familia de Elisa fué lo más importante y al tiempo un poco angustiante".

Ernesto Rodríguez voló a México por la que en un instante se hizo la razón de su vivir;"Fue 20 de noviembre, a medio dia, nervioso y fumando, listo para conocer al suegro, llegó con un primo para acompañarlo en los momentos más fuertes pero nervioso y muy feliz".


Fue el inicio de un matrimonio binacional; se cruzarían palabras desconocidas, porque en el fondo, su unión era, la fusión de dos culturas; dos naciones, un marido, una mujer, proyectando sus rumores y cruzando entre ellos, voces culinarias; maíz de granos rojos, guanábana, enchiladas, uchuvas, chilaquiles, guamas, totopos.
Ellos casaron en dos ciudades, en Morelia y en Bogotá. Los dos entregados en estrofas, juntaron sus himnos patrios.


Elisa Mendoza y Ernesto Rodríguez.



Fundarían un restaurante, Frida, en la principal ciudad de Colombia. Por ellos, el público colombiano sabría de tortillas de tres colores, con guisado de queso, tomate y chile verde. La pareja haría un emprendimiento de sabor y de cultura nacionales. El tema: México lindo y querido.
La casa permite ver desde una esquina una composición con la torre Colpatria, que se yergue a dos calles, como fondo. El edificio ofrece un panorama con una altura de 196 metros. El edificio fue por un tiempo, el más alto de Latinoamérica. Un contraste de épocas y de nostalgias.

Elisa sacó canciones de México, las fotos nacionales y las de Frida Kahlo en todas sus versiones. En su valija, la Catrina o calavera con dibujos abigarrados. Guardó espacio al calaverario florido. Aquellos cráneos desollados, que surgieron cómo sátira política, se transformaron en manifestación artística y legado de la nación azteca. Los craneos ocupan un sitio en una de las vitrinas del restaurante.

Elisa Mendoza dice: "Los hombres se enamoran, bien de la mujer que tiene un cuerpazo, que no es mi caso, o de la que es buena cocinera"; ella cree que fue lo último, lo que atrajo a Ernesto. Él piensa distinto, "me enamoró, un conjunto de cualidades, su carisma, su personalidad". Para nada se refiere a los grandes ojos verdes de su esposa.


Chilaquiles y moles



Dos décadas atrás, Elisa echó mano de los ahorros; "no traje muchos". En una casona que pertenece a la parroquia de san Diego, la que es una estancia de arquitectura colonial neogranadina, que data de 1606, acatando estrictas normas, de conservación patrimonial, la guadalajarense con sus 1.63 de estatura, se hizo a la obstinada determinación, acometió las tareas de recomponer el techo centenario, y sacar el polvo de las hendijas. Era el camino del matrimonio cocinero. Dentro de la pequeña empaquetadura corporal de Elisa venía un fontanar de saberes cocineros. De ese trabajo vivirían y se fecundarían.

Elisa comunica también su adoración a Colombia, piensa en lo que llevará a su familia en sus vacaciones; arepas, platanitos, patacones; preparará en México comidas colombianas, empacará dulces de café.



Avión aproximándose a Guadalajara

"Yo no sé lo que valga mi vida pero yo te la quiero entregar". Elisa traía un espíritu alado que le cargaba las valijas de la personalidad mexicana, y las notas encarnadas del guitarrón. Ernesto hablaba de ajiaco, sopa típica de Bogotá, preparada con pechuga de pollo, tres variedades de papa, mazorca de maiz, alcaparras, y crema de leche.
Ella hablaba de la maquina para hacer tortillas, del canasto, del molcajete, del metate, de jarritos y de platos y de ollas de barro, de escobetas para lavar, ollas de barro para los guisos y moles, del atizador para el anafre que es una estufa pequeña de carbón, ponía de presente cucharas y molinillo de palo.



La esposa hablaba con candor, y a los cuatro vientos, sobre la gastronomía mexicana, se ufanaba: "La cocina de mi país es la única en el mundo, declarada como patrimonio cultural de la humanidad, por UNESCO".
En Colombia los ojos de la cocinera mexicana, se abrieron ante tomates de árbol, uchuvas, guamas, mangostinos, de cuya existencia no tenía noticias. Aprendió también que estas tierras feraces producen calabaza, calabacita y calabacín.


Avión aproximándose a Guadalajara


"Yo no sé lo que valga mi vida pero yo te la quiero entregar". Elisa traía un espíritu alado que cargaba las valijas de la personalidad mexicana, y las notas encarnadas del guitarrón. Ernesto hablaba de ajiaco, sopa típica de Bogotá, preparada con pechuga de pollo, tres variedades de papa, mazorcas, alcaparras, y crema de leche.
Ella hablaba de la maquina de tortillas, del canasto para las tortillas, del molcajete, el metate, jarritos y platos de barro, de escobetas para lavar, de ollas de barro para los guisos y de moles, del atizador para el anafre que es una estufa pequeña de carbón, de cucharas y de molinillo de palo.
Dentro de la pequeña empaquetadura corporal de Elisa venía un fontanar de saberes cocineros. La esposa hablaba con candor, y a los cuatro vientos, sobre la gastronomía mexicana, se ufanaba: "La cocina de mi país es la única en el mundo, declarada como patrimonio cultural de la humanidad, por UNESCO".



En un viaje que hizo a la costa caribe colombiana, se admiró de cómo los colombianos descuelgan, así no más, frutas de árboles plantados en los patios de las casas. Aprendió a escuchar vallenatos: "Ven conmigo soñadora, que si acá en esta noche no hay luna, mi luna eres tú, ven y volemos a otro mundo". Es admiradora del cantante Diomedes Díaz.
En Colombia los ojos de la cocinera mexicana, se abrieron ante tomates de árbol, uchuvas, guamas, mangostinos, frutos de cuya existencia no tenía noticias. Sorprendida por la exuberancia de la agricultura colombiana, aprendió también que estas tierras feraces producen calabaza, calabacita y calabacín.


Los colombianos descuelgan, así no más, frutas de árboles plantados en los patios de las casas de la costa, dice Elisa con candidez. Aprendió a escuchar vallenatos: Ven conmigo soñadora, que si acá en esta noche no hay luna, mi luna eres tú, ven y volemos a otro mundo. Escucha a Diomedes Díaz.

Elisa, al sobrevolar a Colombia, se impresionó con las montañas, se sumergió en el embrujo de la cordillera que se presentó en una sucesión de alfombras de matices verdes. Se admiró más, cuando arribó a la plaza de mercado de Paloquemao, en el centro capitalino, en compañía de Ernesto, su marido, y encontró que, durante todo el año hay cosecha de verduras.


Ella que venía de un paisaje árido pensó en el privilegio de los colombianos que cosechan comida durante los doce meses. Ernesto, acercó a su esposa, a los frutilleros que venden en las calles, le mostró a los que comerciantes de patilla, a los cartageneros que venden chontaduro, y a los que preparan en las esquinas los jugos de naranjas y de mandarinas. La joven esposa preguntaba cómo era posible que a dos horas de la baja temperatura bogotana hubiese climas diferentes.


Arco iris de maíz

Elisa relata a su marido sobre las quince variedades de maíz en México; negro, morado, rojo, de diente grande, y pequeño; cuenta a los colombianos que en México se puede encontrar tortillas de varios colores, amarillas, y verdes.
La cocinera habla del maíz, es el alimento primordial conectado a las tradiciones milenarias, con variedades únicas en el planeta, que solo se encuentran en el país de la serpiente emplumada.

Ya son dos los restaurantes Frida que generan trabajo a doce colombianos. Sus propietarios, dicen orgullosos, que no contratan migrantes para aprovecharse de ellos o pagarles menos.

Desde 2003, en el restaurante, se sobreentiende que hay una especie de mayordomía de los antepasados y de sus raigambres .


Cuando una nación cocina


Una comensal bogotana, embelesada, pregunta a Elisa por una casa campesina mexicana en miniatura con todos sus elementos tradicionales incluido Pulque, bebida sagrada de pueblos ancestrales mexicanos.

Ella en la cocina, Ernesto atendiendo las mesas. Platos saliendo, con pico de gallo. Colombianos que dicen; ¡Que Viva México!. En el principio del negocio, hubo zapateao del folclor tradicional y público exultante hasta que el párroco mandó a decir, que el tablado, está sonando muy fuerte. Después de la razón de su reverencia, los esposos, asumieron que no se debía interrumpir la paz de Dios con el taconeo y suspendieron la actividad típica.

Esto es una embajada, de aquí a los festivales, la bandera verde, blanca y rojo, de los mexicanos, y su himno nacional "al grito de guerra el acero aprestad y el bridón". Corra a buscar en el diccionario, qué cosa es "bridón"- jinete que va montado a la brida-. El himno de los colombianos, tiene lo propio: "¡Oh gloria inmarcesible!"; corra a buscar en el diccionario, qué cosa es "inmarcesible",- quiere decir inmarchitable-.



A las cinco de la mañana Ernesto y Elisa, se levantan a continuar en el tejido de su red de significados. Ella gobierna la cocina, él la acompaña en el colmo de su entrega, “la luz de tus ojos divinos... desde entonces yo siento quererte con todas las fuerzas que el alma me da”.

Ernesto, dice que ha permanecido concentrado en quesadillas: tortillas con queso; Chilaquiles: tortillas de maíz frito. Mole: salsa en idioma Nahualt. Habla de un trabajo perseverante que no le ha permitido ver crecer a sus dos hijos.

La cultura de los pueblos es viajera, la cocinera mexicana Elisa Mendoza es miembro de la Academia de Gastronomía Colombiana. Al cierre de la tarde, se sirve para ella una delicia típica del Pacífico Mexicano un pollo con pétalos de rosas…



Texto y fotos: Noticias Colombia -

Nelson Sánchez Abaunza